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Dulce despertar, Lo  

Antares_0 44M
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7/1/2019 2:49 am
Dulce despertar, Lo


Diana dejó unas llaves sobre la mesa en la que habíamos tomado un civilizado café (bueno, ella se bebió un Nestea y yo una Estrella). Aludió una clase y su forma precipitada de despedirme no me transmitió buenos augurios. Su descaro, a veces, era irritante, pero a la vez encantador. La diferencia entre las nínfulas de 19 y las “viejas” de 38 es que las primeras no saben nada de la vida y las segundas creen saber algo. Me guardé la reflexión. Para Diana, la diferencia era tener la piel más tersa, las tetas más firmes, el coño más fresco. Con la soberbia propia de la radiante juventud, me enumeraba las múltiples razones por las cuales era mejor que cualquiera de las otras chicas que podría conocer para, acto seguido, hacerme notar, que no sería mía, que su interés era ocasional, accesorio, tangencial. Se que mentía. Al menos en eso.

Por eso no me sorprendió que, en lugar de dejar transcurrir unos días zozobra, un par de horas después me explicara que eran las llaves de su casa, y me daba su dirección para que fuera a merendar sin avisar.

Lógicamente, no lo hice. Lo de merendar, me refiero, porque lo de ir sin avisar lo cumplí unos días después.

Me presenté a las siete de la mañana. El día ya había despuntado hace rato, así que la luz se colaba por las persianas sin bajar del todo. El piso estaba ordenado, lejos de aquella visión de madriguera de estudiante de mi juventud en el que las braguitas de colores colgaban de las sillas del salón, las colillas rebosaban el cenicero y los cacharros sin fregar esperaban turno en la pica. Olía a lavanda.Intenté avanzar sigilosamente y solo me detuve a mirar los libros de la estantería. Tras atravesar el recibidor y salón, que era de paso, descubrió que las puertas de las habitaciones estaban cerradas. Por un momento, me asaltó el pánico: ¿y si me había mentido y no vivía sola? Tuve la precaución de mirar el buzón y es cierto que solo figuraba su nombre, pero ello no descartaba un compañero de piso, una visita, un amante. Había fotos familiares sobre el aparador en el que se exhibía una vajilla de ribetes dorados que parecía cara. Reconocí sus facciones infantiles y el boceto de su cuerpo, ahora sinuoso, pero apenas hace unos años solo la recta geometría de una niña. Era un calco de su madre, un proyecto de lo que era ella, con su melena morena cayendo sobre el cuello, pero con la reposada y serena belleza de “las viejas”. Eso decía, que podía presentarme a su madre (la tuvo joven, era de mi edad) y que podíamos ir los tres a Port Aventura y meterle mano en el Dragón Khan mientras ella nos esperaba abajo con unos algodones de azúcar porque le daba miedo. Niñata irreverente: se creía muy sabia porque iba a la uni, y esa deliciosa ingenuidad la hacía aún más apetecible, más allá de sus ojos brillantes y sus piernas largas, como la promesa de un terreno ignoto.

Acerté al abrir con extremo cuidado la puerta de la habitación del fondo. Acerté, ella estaba allí. Dos rendijas eran suficientes para adivinarla sobre la cama. Dormía de lado, con una camiseta de tirantes y unas braguitas negras. Respiraba profundamente, con la cadencia del sueño pesado, elevando apenas un poco los pechos y marcando sus pezones. Estuve un rato de pie, mirándola y pensando qué debía hacer hasta que su respiración cesó, abrió los ojos, pareció verme y sonrió antes de darse la vuelta para seguir durmiendo. Fue entonces cuando me acerqué a la cama y le susurré al oído aquello de “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas” justo hasta lo de “Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana”. Y saludé con un “Hola, Lo”, hasta que volvió a sonreír, esta vez si, totalmente consciente, agradecida de que la despertase con la adoración de un viejo salido, como decía ella intuyendo el incomparable placer del eterno juego que la proponía.

Hacía que dormía mientras la acariciaba levemente, como si pasara una pluma por su piel, como si simplemente soplase sobre ella. Mis dedos sobrevolaban sus piernas y la curva de su cadera, hacían círculos en su ombligo y se adentraban en el pubis, por encima de sus braguitas, para luego dar media vuelta hacia su cintura estrecha, desde donde avanzar por dentro de su camiseta y, nuevamente, deshacer el camino para trepar por sus brazos hasta los hombros dorados y el cuello dulce y finalmente el rostro pícaro en el que se dibujaba una mueca de bienestar.

A los dedos les siguieron mis labios, que recorrieron las sendas abiertas en su piel, en la que aún estaba caliente la huella de sus yemas. Besé sus piernas largamente, desde el tobillo hasta los muslos, entreteniéndome como si el tiempo estuviera detenido. Las respiraba, las mordía, las acariciaba a la vez como si todo fuera poco. Diana no se movía, pero su respiración había cambiado; abría levemente la boca, como si quisiera coger más aire; su cuerpo ya no estaba relajado, sino que empezaba a tensarse; sus ojos estaban cerrados de otra manera, con fuerza, y no con el suave relajo del sueño, como si quisieran ocultar por debajo del párpado cada sensación, cada impulso que le recorría con cada uno de mis besos y que iban en aumento con la audacia de mis caricias.

Porque llegó el momento en que subí su camiseta y sus pechos quedaron a mi alcance, y más tarde bajé las braguitas y su sexo hizo lo propio. Su coño rosado sabía a fruta; no mentía, porque me llenaba la boca y su humedad era dulce y fresca, aunque su interior ardía. Buscaba su clítoris con la lengua, apartando los labios hinchados con los dedos, que entraban y salían de ella y se exiliaban a sus tetas cuando estorbaban mis maniobras. Para entonces, su respiración era entrecortada y se mezclaba con suspiros. Estaba en la cama, aun con los ojos cerrados, desperezándose conmigo entre las piernas, ya boca arriba, con las braguitas quitadas, las piernas abiertas, el coño chorreando y la camiseta subida, como un espeso collar. La visión de su cuerpo entregado y esbelto, me provocó un estremecimiento. Mi verga apretaba por salir del pantalón, dura como el granito pero caliente como la llama de una hoguera que comienza a arder. Así que me incorporé y ella, entendiendo el gesto, al notarla cerca, la buscó con sus manos y me la empezó a menear antes de llevársela a la boca. Estaba de rodillas encima de su pecho, hundiendo mi polla en su boca rítmicamente. Diana me la apretaba con sus labios, como si quisiera estrangularla. La sacaba fuera para coger aire y me la meneaba, chorreando de su saliva y de mi semen, antes de volver a deleitarse con ella y con los gemidos que me provocaba su lengua recorriendo el glande y bajando por su tronco hasta mis huevos. Me corrí en su boca y, cuando recobré el aliento tras las últimas embestidas, solo logré acertar a susurrar aquello de “Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana”.

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